El embarazo fue todo un suplicio para Hanako, pasaba llorando la mayor parte del tiempo, y gracias a eso, los Yamaguchi le quitaron el favor a Miyano, que a estas alturas poco le interesaba, poco a poco, fuí viendo como la persona a la que más admiraba y quería se convertía en todo un demonio de los negocios. El consumo de tabaco se acentuó en él, así como el alcohol empezó a hacerse presente en la casa, aunque claro, nunca tomaba lo suficiente como para embriagarse. Los meses pasaron rápido, y antes de que yo cumpliese mis 9 años, nació el bebé, una pequeña bolita lampiña, de cabello negro y grandes ojos mieles, curiosos como todo, de piel tan blanca como la madre.
La cara de aquel pequeño era hermosa, como si fuese una de esas muñequitas que le venden a las niñas para que jueguen. Me dejaron cargarlo, y tan pronto lo tuve en mis brazos, él abrió los ojos y me tocó la cara con una suavidad que aún recuerdo.
Me sentí tan lleno de paz y feliz en esos momentos, que quería llorar -Miyano siempre quiso que nuestro hijo se llamara Leonel- la voz llorosa de Hanako retumbó en la habitación, inquietando al pequeño, yo, por instinto solo lo apreté contra mi cuerpo y comencé a arrullarlo para que se calmara, funcionó, creo que fue en ese momento en el que me comenzaron a gustar los bebés como ningún otro ser vivo más.
-Su nombre, es Kaien- el abuelo habló, con voz seria, acercándose a su nieto, para cargarlo tomándome de la mano a mí, e hincándose -Mira, Abbadon, él es tu hermanito, Kaien-
Sonreí, me sentía grande, poderoso, contento -Kaien- repetí su nombre haciendo que el bebé se acomodara contra el pecho de su abuelo. Bienvenido al mundo, pequeño.
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